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Cuando leí que Antonio Colinas era el ganador del premio Reina Sofía de poesía iberoamericana, me acordé de este verso tan fantástico, y de esa afinidad que siento con su poesía muchas veces. De cómo cuando leí este poema “ las tormentas de Glenn Gloud”, supe que Antonio hablaba en un idioma vital muy cercano. Porque la poesía en su expresión es honda, contenida, castellana de raíz, pero también sugerente, rica y llena de matices, sonidos y percepciones existenciales.
Hablar de los sonidos que habitan tan cerca de nosotros que pasan de la sala de conciertos, de la música que envuelve el salón de casa y la biblioteca, las horas de espera, y los viajes en coche, a nuestra cabeza, al recuerdo y al baúl del fondo de la conciencia, es algo que impulsa a ponerlo en palabras y versos. Al menos a intentarlo.

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Glenn Gloud (1932-1982) fue uno de los pianistas mas brillantes no sólo de su época, sino de todos los tiempos. Era y es, porque aún podemos disfrutar de su música remasterizada, y de videos con sus actuaciones. Único y muy especial, pianista de educación cultivada desde su mas tierna infancia por su madre y profesora Florence que rápidamente vio en el niño canadiense, su talento y genio. A los cinco años ya componía obras musicales para representar en el colegio y a partir de los diez, contaba con los mejores profesores que había a su alrededor. Pero es su manera de tocar el piano, esa relación con el instrumento como si éste fuera un ser vivo que entra a formar parte del pianista durante la interpretación, imposibilitándole a hacer algo que no sea tocar, y dejar que todo fluya, lo que le convierte en único e inmortal. El profesor y virtuoso pianista chileno Alberto Guerrero lo sentó desde muy pequeño en una silla para que ejercitara y fortaleciera los brazos, y ya de ella no quiso nunca desprenderse, la vista pegada al teclado, alejando las banquetas de las salas de los conciertos. La silla de Glenn, ya pieza única de su personalidad musical mas íntima.
Le gustaba tocar en su casa de Toronto, con una taza de café sobre la cola del piano abierto, en zapatillas y bata, con las piernas cruzadas, y el fondo del jardín tras el ventanal del salón. Era brillante y especial pero casi “ autista” en su trato social, siempre intentando hablar poco, y mantenerse al margen del público que  admiraba  su modo de tocar y de la critica y el mercado musical que seguían sus pasos. Llegó a los treinta años y decidió dejar los conciertos y sólo grabar sus interpretaciones. Con Bach sentía tal afinidad que al tocar tarareaba sin poder controlarlo, golpeaba las teclas suavemente a brincos, se levantaba con la cadencia del aria de la Variaciones Goldberg en su cabeza, para volver a sentarse al piano y continuar. Sentía esa alambrada espinosa de la que habla Antonio cuando su planeo terminaba y bajaba al mundo real.

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Me impresiona aún este poema, tanto como otro tuyo que tiene a Häendel como protagonista, y en sus arias lanzas la mirada de los lectores a ver dónde se mueven sus melodías, ¿ Conocéis el lugar donde van a morir las arias de Häendel? Estaba en esos días, ya hace bastante tiempo, redescubriendo a este músico, pillada con sus arias y óperas. La interpretación de su música con instrumentos de época, el volver a oír las composiciones con el tempo que está realmente escrito, los nuevos cantantes con una visión mucho mas auténtica de la interpretación y la técnica vocal muy adelantada. Todo esto me hacía, como todavía siento que pasa, disfrutar tanto de su música, haciéndome sentir que se mueven las melodías de manera tan independiente, que realmente no sé dónde van parar.
Häendel y Bach, dos músicos barrocos alemanes, que compartieron educación musical, patronazgos, hasta de los servicios del mismo oftalmólogo al final de sus días. Vivieron en países distintos y dedicándose a tipos de música muy diferentes: la iglesia y la ópera.

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Me pregunto Antonio, dónde van no sólo las melodías que pululan en nuestras cabezas y que nos unen a tantas personas de todo el mundo, sino a dónde van también las palabras, los versos y sus sombras. Pueblan mundos dentro de nosotros, a veces como tu dices, reposan en los amarillos infinitos de la Castilla de nuestra mirada diaria, la que tras los cristales de casa y del coche se ensancha. Pero también pueblan el espíritu de tantas personas, abriendo como navajas , palabra a palabra, su lectura, haciendo de algunos poemarios y libros residentes de por vida en “la mesilla de al lado del sillón”. Libros como los tuyos, con melodías que se desplazan, y en su planeo nos muestran la luz, el desierto, la llanura, la pradera y la alambrada del caer de la tarde, y el espino que araña cada rincón de la conciencia, la vida y el dolor.

Publicado en el Diario de Ávila. 26 de mayo de 2016.

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¿Conocéis el lugar?
¿Conocéis el lugar donde van a morir
las arias de Händel?
Creo que se halla aquí, en este espacio
donde se inventa la infinitud de los amarillos;
un espacio en el centro del centro de Castilla
en el que nuestros cuerpos sanarían
para siempre
si tus ojos y mis ojos
mirasen estos páramos
con piedad absoluta
y en donde hasta el espíritu suele arrodillarse
para hacernos su ofrenda
en rosales de sangre.
En este espacio hay un fuego blanco
en el que viene a expirar la música
que nos llega de lejos, ¡de tan lejos!

¿Conocéis el lugar donde van a morir
las arias de Händel?
Está aquí, en una tierra con más cielo que tierra,
donde los ruiseñores serenan la alameda
y la alameda serena de los ruiseñores,
y con la emanación
húmeda del tomillo más nocturno,
acude un enjambre de estrellas
a venerar la última espina de Cristo.
Es el mismo lugar donde la luz
llora luz,
y la catedral de los cardos
alza su grito de silencio,
y están solas, muy solas, las vírgenes
[anunciadas
y el pueblo, amurallado y muerto,
asciende vivo sobre un horizonte de lágrimas,
no sé si como un salmo
o como una corona de piedras inciertas.

¿Conocéis el lugar donde van a morir
las arias de Händel?
Está aquí, en el centro del centro de Castilla,
donde por los linderos morados
se tensa, como un arco, la luz;
es un espacio en que la nada es todo,
y el todo es la nada,
y en el que junio joven viene por los montes,
vertiendo de su copa oro líquido.
Es un lugar en el que espacio y tiempo
sólo son una hoguera
que arde y que mantiene su combustión
gracias a nuestras vidas (quiero decir:
gracias a nuestras muertes).

La música que más amáis
aquí tiene su tumba.
es la música que, a través de la respiración
[de las espigas,
viene a morir en la luz que respiran
[nuestros pechos

 

¿Desde dónde llegaste con tu furia tan quieta?
Parecía que ibas a adormecerte encima del piano,
pero enseguida alzabas una hoguera
de llamas negras y tus largos dedos
de hielo acariciaban
el fuego de las más altas esferas.
Y cómo te arrullabas con cada arrebato,
quizá porque querías ser el niño
que no pudiste ser, o porque no sabías
que el hombre-niño que eras
llegaría muy pronto a desbordarte.

¿A dónde ibas separando espinos
con tu navaja de música?
¿A dónde ibas, de dónde venías
con la música que otros escribieron,
pero que sólo tú supiste alumbrar?
Para arrancar sonidos nunca oídos
no bastaban tus manos,
por eso con tus labios musitabas
lamentos amorosos.

A veces parecía que las manos
no te pertenecían,
pues volaban muy lejos del piano,
y la música y Bach las perseguían,
iban detrás buscando otros espacios
de secretos sonoros.
Marea de pasión contenida, llegaste
a este mundo en busca de más vida,
mas Ella te esperaba en una encrucijada
(Ella era el concierto final, el más sublime)
y en un excelso juego de adivinaciones,
para olvidar por siempre,
acariciabas cada tecla negra,
le susurrabas a las teclas blancas,
y siempre avanzabas bajo los cielos fríos
con tus tormentas de oros.

A veces, cual cantata, el cuerpo te temblaba
y tú ya no sabías si el piano
era cuna o féretro.
Los huesos te cantaban, ardías con la música
y tu cerebro era un bosque de órganos,
y de los tubos de éstos brotaban infinitos.
Pero a la vez tus dedos eran llamas,
diez llamas muy humildes que elevabas
allá, en lo más alto,
como plegaria última,
hasta llorar por siempre de alegría
lágrimas negras.

Luego, la soledad te devoró
y volviste a salir al encuentro de Ella
para alejarla, para adormecerla
como a ti te gustaba: arrullando
esa mar o esa noche del piano.
La Muerte te salía al encuentro
con sus coros y orquestas,
mas tú la combatías con ternura,
la ibas conduciendo (como si fuese uno
de aquellos animales que amaste y que te amaron)
hasta el redil oscuro donde tiene
la música su tumba.
Y pusiste de nuevo tus manos a cantar.
Y comenzó tu cuerpo como a tambalearse,
e ibas y venías del piano
sin poder resistir tu propia música.
Y tus ojos, cerrados, hacia dentro estallaron.

Ya no estás con nosotros,
mas tus manos nos llevan todavía
por ese firmamento
en que nos convertimos escuchándote.
Meteoro de luz, incandescente aún,
siempre regresas para irnos guiando
con tu estela hacia arriba;
nos vas arrebatando humanísimo
allá donde perdura
el combate ganado por tus manos;
nos dejas derrotados allá donde nosotros
deberemos librar nuestro propio combate
y ganar o perder para siempre
esa música que es la vida eterna.