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Cada año cuando la primavera comienza a desabrocharse de tanto frío, de las heladas y los vientos, y todo el campo como un mar verde va descargando toda su energía sobre nosotros, siento nostalgia del tiempo pasado. Es una mezcla curiosa de emoción por la belleza que se me regala en cada momento, en cada paseo, el aroma, la suave sensación de que todo vuelve a nacer nuevo y de vértigo porque en primavera todo lo que soñaba que iba a nacer, ya está delante de mi.

Y en los últimos años recurro a encontrarme con otros jardineros, a conversar con ellos, en las lecturas de tratados sobre jardinería, las plantas, los invernaderos y la primavera silvestre. Y acaba de llegar a mi jardín abulense un pequeño librito muy antiguo que me ha sobrecogido porque viene a decir muchas cosas que comparto profundamente sobre el concepto de los jardines y de los espacios naturales como el lugar de la espiritualidad y el alma del hombre. Lugares que nos cuentan cosas, que nos hacen sentirnos a gusto como si fuera el escenario de nuestra propia casa y que ha sido así desde la Antigüedad. Ya los griegos y los romanos se encontraban con las deidades mágicas en los bosques, fuentes y jardines , los genius loci, y allí se sentían en lugares especiales imbuidos de emoción.

El jardín perdido del islandés de origen y británico de vida, Jorn de Précy, publicado en 1912 es un libro que recoge las percepciones y opiniones de un jardinero muy especial. Nacido en Reikiavik en 1837, abandona su isla camino de Europa, visitando Roma, la Toscana y Paris, para afincarse de manera definitiva en Gran Bretaña construyendo un jardín en Greystone en Oxfordside. Fueron sus paseos de niño por los bosques de abedules de Islandia, buscando los claros de vegetación que en redondo aparecían llenos de ciclamen y otras espacies, lo que cambió su vida, y le empujó durante toda su existencia a recrear esa atmósfera llena de emoción, disfrute, creatividad, donde parece que viven las divinidades de los bosques, donde encontrarse realmente en paz.

Cuenta que cuando estaba viendo casas de campo inglesas para comprar su jardín, pedía a las personas que se lo enseñaban que le dejaran irse solo un largo rato a estar por allí, para poder dejar libre el alma del lugar y ver qué era lo que le iba diciendo. En Greystone, los largos setos podados y las gritonas y multicolores begonias dejaban, en silencio y muy al fondo, oírse el sonido de un lugar mucho más auténtico y salvaje, y se dedicó a desmontar mucho de lo construido para liberar todo del peso de tanto diseño hecho en un estudio, alejado del campo, desde donde hay que empezar siempre a construir los jardines, en un diálogo botánico y vital con todo.

El jardinero como Jorn es siempre un ser parecido a un ermitaño, que parece tener sus raíces en el suelo fértil del jardín. Amigo de otra gran paisajista inglesa Gertrude Jekyll, fue filosofando, plantando, dejándose llevar por el jardín mientras descubría en él su lado más revolucionario, lo que le llevó a entrar durante unos años en el ámbito político, para poder desarrollar una revolución social basada en el respeto y amor por lo natural, un anticipo lleno de honda filosofía de los pensamientos ecologistas actuales.
En este planteamiento de cambio social ecológico, se encontró y comenzó a trabajar con William Morris padre del movimiento Arts & Crafts , en la época de construcción de la Red House, ladrillo a ladrillo. Un foco de reivindicación de la artesanía como reducto humano frente a los excesos de la industrialización. Un movimiento con un lado estético muy bello, en los diseños textiles y de otras artesanías de Morris que hoy en día admiramos.
Propugnaba Percy, que un jardinero lo mejor que puede hacer en su jardín es no hacer nada, dejando que la naturaleza vaya mostrando su verdadero mensaje.

Mientras paseo por el camino verde de Guimorcondo, me voy sorprendiendo por la belleza del campo, los grupos de retamas salpicando unos campos reverdecientes, con el aroma de los espliegos, las pequeñas matas de armerias y silenes, las santolinas en capullos y los espinos blancos en plena explosión bajo la copa de las encinas en floración, voy recordando todo lo leído en ese pequeño librito de Jorn. Qué bello sería crear un jardín solo con estos ingredientes, para que acogiera a la ciudad y su bella muralla. Poder construir jardines acordes con los muros de los palacios renacentistas con sus huertos medicinales, con mirtos y celindas y muros llenos de madreselvas, donde se pudiera oír el silencio místico que la envuelve.

Los jardines nos hacen entrar en lugares de nuestro interior y memoria que aún están vivos, y nos abren los sentidos para recoger tanta belleza natural que se nos ofrece. Jorn, me cautiva tu discurso, como le ocurrió a Monet que visitó Greystone y puso muchos de tus pensamientos en forma de flores y nenúfares en Gyverny. Como dicen algunos de los versos-canciones de Bob Dylan que también relee tus páginas de vez en cuanto. Y volver cuando el cansancio me ataca a coger la regadera y a descansar.

Estaba el otro día en la exposición del impresionismo americano en el Museo Thyssen de Madrid, reencontrando otra vez los cuadros de John Singer Sargent al que conocí en estas salas hace años junto con las pinturas de su amigo Joaquín Sorolla. Había bastante gente conmigo a pesar de los turnos de entrada e íbamos en tropel viendo las obras y la admiración por la belleza de los cuadros con sus pinceladas sueltas como de gotas de lluvia sobre el lienzo, era general. Descubríamos a cada paso, nuevos autores que vivieron en Giverny con Monet en su casa como Childe Hassam, Theodore Robinson, cuadros llenos de color. Al llegar a una sala a mitad de la muestra, nos encontramos con un despliegue en una pared de obras todas del mismo grupo de almiares de heno en un campo, “ Niebla y sol de la mañana” de John Leslie Breck. . Un amigo de Monet y aficionado como él a mostrar en una serie de cuadros, el paso de la luz hora a hora, deslumbrando cada uno al ser contemplado al lado de los demás . Una pequeña Orangerie francesa transformando los nenúfares de Monet, en pajas, heno y luces que caían. Y mientras yo volaba en un momento a ese reloj solar lleno de miles de colores del otoño sobre la era, las señoras que tenía al lado comentaron en voz bastante alta,… “estos si que son horrorosos”. Sentí de repente como si ese aire que entre las almiares veía pasar, me plantara un tortazo en medio de la cara. Allí me quedé consolando al pobre Leslie que como yo se dolía ante este desplante, sobre todo porque no habían estado mirando la profundidad de la niebla, la proporción esbelta y el color en su paleta de matices y luces, ni un segundo.

No creo que la apreciación de una obra de arte tenga que ver con el estudio o la cultura sobre el autor y sus características, como si nos hubiéramos leído todo el Summa Artis entero y lo supiéramos defender. Cada espectador es libre de opinar y soberano en ello, mirando cada obra el tiempo que realmente desee. Pero creo que nuestras opiniones están relacionadas con nuestra manera de mirar: ayuda mucho en esto, haber estado tirado en un prado una tarde de otoño viendo el paso del tiempo sobre los henos pulverizados de niebla, las líneas de la luz sobre el horizonte, las casas a lo lejos cambiando sus colores y las sombras moviéndose entre ellas. El humo que de repente lo cubre todo, la luz que al poniente roja se embarca en los charcos del camino, el frío azul sobre los pies y el ancla para no moverte de allí bien clavado en los ojos que sobre todo el campo vuelan.

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Miramos en un doble proceso que nos explica John Berger en su ensayo “ Mirar”: de la limpia y sencilla experiencia sensorial cuando estás tranquilamente tumbado en este campo otoñal de heno en almiares peinado con las sombras de la ciudad como verja de la mirada, pasamos a otros acontecimientos vividos y que nos muestran un proceso significativo, lógico para mi, y simbólico de lo que realmente soy. Miro la vida muchas veces desde mi propia experiencia, y el deleite con la belleza, con la luz y la sombra sobre el horizonte sembrado de luces, donde realmente se levanta es en esa exposición tan personal de mi propio ser, donde esta experiencia concreta se encadena a otras muchas formando un filtro muy especial y personal, unas nuevas gafas que me hace disfrutar de estos cuadros de manera única.

Creo que esto es lo que los artistas buscan, que buceemos en sus obras hasta encontrar la belleza que en el fondo descansa, la idea artística o estética que la define, aquel color, aquella sensación de frío. Todo esto se basa en un principio que creo cimentador de toda experiencia artística: que el espectador, el oyente, el lector, se constituye en el alter ego, la sombra del artista. Somos como esas almiares de heno de Breck, cada uno de nosotros, y en cada tiempo concreto de nuestros días levantamos la obra de arte de verdad, dando luz, color y vida a lo que el autor nos regala en una exposición, un libro o un concierto. Esa obra, partitura o libro construido de pinceladas etéreas como de gotas, sonidos, palabras, va poco a poco levantándose, y haciendo algo mucho mas increíble y real de lo que nunca un creador o artista quiso o pudo hacer. Y la educación artística de los jóvenes y de nosotros mismos debería ir por aquí: al lado del manual lleno de contenido teórico, y memorístico, pongamos un prado de heno en el que recostarse un día de otoño para ver cómo cambia su color, la luz, el humo, la niebla y las sombras de la ciudad sobre el poniente.

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Artículo publicado en el  Diario de Ávila. 8 de enero 2015.