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Durante el s.XIX en Inglaterra se desarrolló una verdadera pasión por los helechos. Una verdadera Pteridomanía.
Eran las plantas mas deseadas por los jardineros, sustituyendo flores y macizos y también eran la inspiración para muchos trabajos manuales decorativos.
Se enviaban hojas de helechos pegados para felicitar el día de san Valentín, para invitaciones de bodas, bautizos. Aparecieron decoradas las vajillas, cortinas, papeles pintados con hojas de helechos
La locura por los helechos llegó a tal punto que se llegaron a esquilmar algunas variedades. !Se llegó a hablar de la necesidad de legislar para protegerlos!.

En la segunda mitad del s. XIX,….! los padres elegían el nombre de Fer, helecho para sus hijas e hijos!, y también en  el nombre de sus casas: Fern House, Fern Lodge, Fern Ville.
Las hermanas Bronte, las reconocidas escritoras de novelas tan famosas como «Cumbres borrascosas» adoraban los helechos. Salian diariamente a dar largas caminatas, para admirarlos, y recolectar sus hojas. Les recordaban los poemas de poetas románticos como  Dorothy y William Wordsworth.

Dorothy , la hermana de Wordsworth recogía los helechos en los alrededores de su casa en Dove, los transplantaba en su jardín para que su hermano se inspirara y pudiera escribir sus poemas. Charlotte  Bronte se fue de luna de miel a ver helechos,…

 


Como los helechos nacían en lugares oscuros y en medio de bosques, en ruinas, tapias, árboles huecos, cercas, sirvieron como imagen de las ambientaciones de los poemas góticos, dentro de un Revival del estilo, en el arte, arquitectura y diseño. Hadas, duendes se reunían en los claros de los bosques llenos de helechos al caer la noche,…

El helecho se contemplaba como una emanación del alma de las personas, espíritu de artista, con una creatividad orgánica total. Ruskin creía que la mano de Dios podía hallarse en los espirales de los helechos florecidos.

En el lenguaje de las flores, una tarjeta con un helecho significaba fascinación

Esta ramita de helecho
te dirá, sin necesidad de palabras
que, gracias a los encantos de tu arte,
tu  semblante modesto,
tu corazón amante,
me tienes felizmente fascinado

 

¡Ten compasión, piedad, amor!… de John Keats

¡Ten compasión, piedad, amor! ¡Amor, piedad!

Piadoso amor que no nos hace sufrir sin fin,

amor de un sólo pensamiento, que no divagas,

que eres puro, sin máscaras, sin una mancha.

Permíteme tenerte entero… ¡Sé todo, todo mío!

Esa forma, esa gracia, ese pequeño placer

del amor que es tu beso… esas manos, esos ojos divinos

ese tibio pecho, blanco, luciente, placentero,

incluso tú misma, tu alma, por piedad, dámelo todo,

no retengas un átomo de un átomo o me muero,

o si sigo viviendo, sólo tu esclavo despreciable,

¡olvida, en la niebla de la aflicción inútil,

los propósitos de la vida, el gusto de mi mente

perdiéndose en la insensibilidad, y mi ambición ciega!

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LA VIDA PRIVADA DE LOS OBJETOS

Lo que cuentan los periódicos y brama en los informativos, este momento que vivimos lleno de noticias convulsas se parece a la superficie del mar. A veces se cristaliza y se plasma en noticias.  Así, con su capa dura como el hielo impide que veamos otra historia que a la vez va moviéndose por debajo, la intrahistoria. Llevo unos días siguiendo a D. Miguel de Unamuno en su ensayo “En torno al casticismo” (1895). Allí habla y dibuja la intrahistoria, de la que forma parte nuestro día a día lleno de hechos y de datos, como un fondo de mar.

Hace unos días leí la reseña de un nuevo ensayo sobre las hermanas Brönte de una catedrática de literatura norteamericana, D. Miguel de Unamuno. Lo que me tiró a intentar conseguirlo y devorarlo, fue un título de sus capítulos que decía “la vida privada de los objetos”. A partir de un estudio minucioso de ocho objetos que la autora de “Cumbres Borrascosas “y sus hermanas tenían, nos muestra la vida real, la de su casa en Haworth: los libros diminutos que iban elaborando y escribiendo; los utensilios de la cocina cuya mesa a veces era el escritorio con sus mondas de patatas; el bastón de los paseos con su cajón de escritura y su taburete de campo;  las mascotas de la familia; los pliegos de papel y los recortes de viejas revistas; los álbumes de recuerdos, y un montón de reliquias muy del s. XIX como pequeños amuletos del cabello de un ser amado, conchas de mar o pequeñas piedras rodadas. Todos ellos constituyen esa intrahistoria que Unamuno llamó fondo de mar. Con ellas podemos rastrear y revivir en cada página la vida real de las tres escritoras geniales, y cómo su oficio nació en sus juegos entre hermanos que intentan por todos los medios a su alcance, librarse de la sombra cruel de la muerte que los rodeaba, y pasar el rato en una casa sin televisión, internet, ni luz eléctrica. Una casa recién salida de un cuadro gótico, con un cementerio como jardín, y estrechas habitaciones casi siempre húmedas y frías, donde la familia del clérigo se criaba, rodeada de llanuras pobladas de mantas de brezo sacudidas por un viento tan racheado como frio.

Conocemos así una página de la historia de Gran Bretaña en el S. XIX, de la verdadera, la de las casas, el pensamiento, el arte y la espiritualidad. Y entendemos mejor a Emily en su obra maestra “Cumbres borrascosas”. Una novela que se sale del marco del Romanticismo, se desborda, transformándose en un bisturí que va recortando los personajes.  Todos tan variopintos, azotados en su interior por vientos tan helados como los que soplaban junto a la Granja de los Tordos. Nos sitúa al lado del territorio del Sr. Heathcliff, cuyo poder empático y turbulento envuelve como un torbellino la historia y toda la obra, hasta hacernos sentir a los lectores que a veces azota también el sillón de casa donde seguimos cada página con devoción.

Una intrahistória de lo real leída en objetos que los lectores de todos los tiempos han guardado como reliquias, dejando que su fondo e influjo los acercara a las historias y a las autoras. Algo así nos ocurre aquí con nuestra Santa, tenemos cerca de nosotros sus cosas y podemos sumergirnos en su mar, en un paseo por la ciudad, tocando las calles por donde deambuló, la pila donde se bautizó, las baldosas de barro del suelo de su celda, el confesionario donde se arrodillaba. Nos envuelve por completo, sobre todo cuando, como en el caso de las Brönte o la Santa hemos leído sus escritos y poco a poco queremos pasar al otro lado del escritorio y colarnos cerca de ella, bajo la misma luz que de la ventana abocinada de su celda se colaba.

Apuesto desde hace años por una museología basada en estos conceptos, porque creo que los objetos nos abren estas puertas reales de conocimiento, por donde avanzamos de una manera mucho más vivencial, real y profunda. Al saber cómo escribió Santa Teresa, sentada sobre sus rodillas y que cada página de sus escritos está perfilada por una pluma de ganso hecha en casa, escribiendo de noche tras una jornada agotadora, valoramos sus escritos desde su génesis y con ella seguimos su travesía vital de otra manera. La conocemos en su vida.

Miro las noticias que van a definir nuestra historia de hoy, y cuando bajo al fondo de nuestro mar, me encuentro que el rastro que dejamos, los objetos son tan poco materiales, redes, nubes de datos, conversaciones on line, … ¿Qué vamos a dejar?, me pregunto, sin cartas, sin tierra, sin barro de verdad. ¿Qué van a pensar de nosotros en el futuro? Ahora siento que un aire racheado y helador me recorre, como a los brezos de la casa familiar de Charlotte, Emily y Anne.

Articulo publicado en el Diario de Ávila. Jueves, 16 de noviembre, 2017