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Una de las cosas que provocan las obras de arte es la invasión de nuestros sentidos, la habitación interior. Cuando, después de ver una exposición, oír un concierto o una ópera, visitar la capilla de un templo, leer un poema, sigues en ese mundo creado para ti, durante días o meses, la obra de arte está ejerciendo todo su poder: puedo decir, sin ser exagerada, que sientes que está viva.

Este poder mágico hace que los días que están bajo su influjo, salgan de lo cotidiano para llevarnos a otros lugares. Esto es lo que siento con un cuadro de Lord Frederick Leigthon que tuve la ocasión de ver en una fría mañana londinense en la Royal Academy of Arts. Una mancha naranja potente que atraviesa la figura femenina y que se fija en las pupilas del espectador, y nos hace sentir calor en medio del clima frío, alegría en medio de una migraña cruel, amistad mientras estamos recluidos en casa. Calor, luz y vida recogidos en el cuadro “Flaming June”.

La obra que pude ver en Londres está habitualmente en el Museo de Arte de Ponce de Puerto Rico. A este país llegó en una serie de vaivenes que relatan muy bien las fracturas que muchas veces presenta el mercado del arte y las críticas y apreciaciones de las obras de arte a lo largo de los años. Pese a ser la obra de un artista consagrado, que llegó a ser el director de esta Academia Real londinense, su obra sufrió durante decenios una cruel consideración de ser amanerada, pasada de moda y al contrastarla con el arte contemporáneo, se la dejó de valorar en su justa medida. Algo que pasó con buena parte de los artistas del movimiento llamado  Prerafaelitismo del siglo diecinueve inglés.

Leigthon, no sólo fue un hombre guapo, fuerte, inteligente y poliglota, sino que se formó en París tomando clases con Alexander Dupuis, en Roma con Eduard Pynter y en París nada más ni nada menos que con Mcneill Whismer. Fue el líder de un grupo de escultores que tenían como inspiración en Partenon, llamados “Los olímpicos” donde estaba también Lawrence Alma Tadema.

Pese a lo bellisimo que es este cuadro Luz de junio, con esa figura femenina recostada que recuerda a las figuras que el gran Miguel Angel realizó para la tumba de Giuliano de Medici, no se llegó a vender en una subasta en 1960, una década cruel para este movimiento prerrafaelista. Su precio de reserva era de unos 860  euros actuales, más o menos.

Luis E. Ferrer, empresario y político puertorriqueño, estaba de viaje en Europa y encontró en Ámsterdam, en un rincón perdido de una galería este cuadro, que inmediatamente cautivó su mirada. Pudo adquirir la obra por unos 10.000 dólares, ya que le dijeron que nadie la quería por ser una pieza anticuada. Y así llegó Flaming June a Puerto Rico y hoy en día es una de las piezas más emblemáticas que tiene este museo, y que hace que miles de visitantes de todo el mundo vayan a ver este cuadro que se le considera allí como un milagro, al modo de la Gioconda y sus miles de visitantes.

No siempre lo que dicen los críticos de arte, ni los manuales al uso debe cambiar lo que sentimos al vivir una obra de arte que se mete en vena en nuestro interior. La experiencia personal, nuestros sentidos y sensibilidad están por encima de todo y sólo a ellos debemos rendir respeto.  Eso siento cuando cada día veo una pequeña reproducción del cuadro que pude comprar en la tienda de la Royal Academy. Adoro las tiendas de los museos, poder llevarme una pequeña reproducción de eso que tanto me ha cautivado, para dejar que me ayude a vivir aquí en casa, así, aunque haya días fríos y pasados por agua, puedo sentir esa luz de junio naranja y cálida que me llena de emoción.

En estos días se juntan en mi escritorio y en mi invernadero un montón de libros relacionados con la jardinería. Los árboles están ya mostrando sus yemas y siempre a finales de febrero me pongo a pensar en cómo me gustaría tener el jardín en primavera y comienzo a planificar y a hacer semilleros de todas las plantas y flores que amo. He descubierto, con el paso de los años y las estaciones, que este amor es selectivo, todas las flores me gustan pero hay algunas que para mí, son piezas de un museo. Sigo en este pensamiento a la gran novelistas Vita Sackville-West, una gran jardinera y amiga íntima de Virginia Woolf,cuya relación quedó reflejada en ese libro mágico y lleno de imaginación que es Orlando.

Estoy enfrascada en la lectura de las cosas de Virginia en estos días que celebramos los cien años de la publicación de Mrs. Dalloway. Estoy disfrutando con las cartas recogidas en un delicioso libro de Páginas de Espuma llamado Una carta sin pedirla. En ellas me encuentro con la mujer que estaba detrás de sus libros, en donde hablaba de decoración, de jardinería, de comidas al aire libre, de amigos y tardes con una taza de té, de las dificultades de la escritura, sus entradas y salidas del sanatorio, la crítica despiadada y de las cosas de la imprenta de Hogarth Press. Entre ellas están las cartas a esta amiga tan especial junto a otros grandes escritores como Lytton Strachey, Thomas Hardy, Gerard Brenan, T.S. Eliot. Así como a su hermana Vanessa y su marido Leonard en unas cartas llenas de complicidad y ternura.

Vita Sackeville-West creó un espacio único en los jardines de su castillo Sissinghurts, en el condado de Ken y escribió un libro delicioso que está siempre presente en mi biblioteca, Mis flores, donde elige unas venticinco flores que para ella son especiales, no por ser las más bonitas por sus colores, aromas o porte sino porque ella al tenerlas y cultivarlas descubría su belleza más sutil, aquella que sólo los muy pegados a la tierra de nuestras macetas y jardines podemos tener. Cuenta algo que comparto completamente, esa imposibilidad de describir la belleza de las flores sin caer en frases e ideas tan manidas como insulsas. Ella llama a sus elegidas, las flores de mi museo, y así considero yo también a las mías en estos gélidos días de febrero aquí en Ávila.

La otra tarde me acerqué con mis hijas al Museo del Prado para disfrutar de una visita que es realmente un paseo botánico. En una selección de cuadros diseminados por todas las salas del enorme edificio, mientras vas paseando por ellas y disfrutando con la vista, comienzas a ver estas flores de museo, que están formando parte de grandes obras de arte y que muchas veces pasan desapercibidas. Me sentí como una niña jugando al escondite, buscando el tesoro escondido, que aparecía en cuadros tan fantásticos como el de Joachin Patinir, Descanso en la huida a Egipto, con un gordolobo grande pintado a la derecha de la Virgen y que es una planta que se utilizaba quemándola en las ceremonias funerarias en alusión a la muerte de Jesús, y a la luz de su Resurrección. Vas en el paseo, basado en el genial libro de Eduardo Barba Gómez, pasando de una belleza botánica a otra, muchas veces miniaturas que aportan sentido al cuadro, como las hierbas de San Benito del Descendimiento de Rogier van der Weyden, unas flores que repelen con su fuerte olor a los bichos peligrosos, y que son capaces de aferrarse a los pelos de los animales que se acercan a su corola, propagando su especie más allá de la planta madre.

Siguiendo a Vita, una de mis flores favoritas y que deseo cultivar aquí en Ávila es la Fritiliaria meleagris, conocida como tablero de damas, que también está en el Prado en un tablero de piedras semipreciosas del Bufete de don Rodrigo Calderón.

Las flores son pequeños seres vivos que viven a la altura de nuestros pies, amigas que nos mandan mensajes, pequeñas cartas sin pedirlas, donde nos hablan de cosas sensibles y delicadas. Las cosas de las que se compone lo mas bello de la vida. Libros de Virginia y de Vita con sus flores amadas, tomando té con mis amigas y mis hijas aquí en el jardín, hablando de la belleza de la Exposición del Prado, viendo cómo avanza la estación y se abre lentamente la primavera, aunque los charcos aún estén tapados de hielos espesos.

LA CANTATA DE LAS MIGRACIONES.

Cuando mi querida amiga y admirada poeta María Ángeles Pérez López me invitó a la presentación en primicia de la Cantata de las Migraciones en la Universidad de la Mística, ya intuía que el argumento y el texto iba a recordarme su poemario El mar Mediterráneo de los muertos. Hay libros que cuando los lees sientes que algo en tu interior se ha dado la vuelta, que el mundo poético que habitas, donde escribes y donde aprecias la obra de otros poetas, ha cambiado. Esto siento cada vez que abro este poemario, que ganó el prestigioso premio de poesía Margarita Hierro, así como el Premio Nacional de Poesía Menéndez Valdés al mejor libro de poemas del 2024. Cuando dejas a la palabra poética lanzar toda su potencia, que es enorme y ataca directamente a nuestro interior, sientes que es una herramienta maravillosa que transforma todo.

Romper el lenguaje, ir siempre más allá en la expresión, buscar las imágenes más genuinamente valientes para ir construyendo un poema íntimo y personal. Y cuando expresamos sentimientos profundos, comienza todo a hablarnos de manera muy particular, en temas tan dolorosos, injustos y crueles como la sangría de miles de seres que en un intento de llegar a una costa de vida, se encuentran en un mar de muerte.

Una Cantata en pleno siglo XXI, que arranca su vuelo en una capilla, en un ambiente de oración profundo que nos iba llevando a habitar en esos escenarios que iban apareciendo: una nueva morada teresiana en esta su casa. Una cantata donde los inspirados y bellos versos de María Ángeles se fundían de manera profunda con la música que el grupo musical Pilar de la Sota de Salamanca ha creado para ellos. La voz de los dos cantantes se enlazaba con el chelo, las flautas traveseras, el violín, la guitarra y el acordeón. Y comenzaba a aparecer todo como un conjunto armónico, en la recitación de los poemas por parte de distintas personas que con sus voces daban también una mezcla de colores y de matices a los versos.

Las palabras y las canciones nos llevaban a esos momentos íntimos en los que un ser decide dejar su vida y su casa para empezar en tierras lejanas una nueva existencia. Y este anhelo, “levantando arroyos verticales al perseguir la luz” se convirtió en una trepadora llena de zarcillos, ahogando y maltratando sus ilusiones.  Comenzaba la música dentro de un aire, un viento que fue moviéndose hasta el final, mostrándonos el rostro de tantos seres, de tantos muertos abandonados, de niños que dejaron atrás sus juguetes, de mujeres que solo querían morir en medio del paraíso al que llegaban.

Cifras, miles de muertos, miles de seres envueltos en una caravana de penas y de violencia, mientras el mundo en el que habitamos vuelve la cara. Y yo me preguntaba en medio de la impresión por lo que íbamos oyendo, si la compasión y el amor que ha construido nuestras creencias y que empuja nuestras vidas, no es capaz de lanzarnos a los demás, a esos seres indefensos que el mar dejar varados en las costas.

Las imágenes que íbamos viendo en la pantalla al ritmo de la música comenzaban a mostrarnos algunos rostros con nombres propios como el del pequeño niño Adou que viajó en una maleta, como los de Dunia, Alima y Mariam.

Y todo terminó de una manera tan bella como cruel, el cielo que era un mar rojo comenzó a llover gotas de sangre, mientras las libélulas se golpeaban una y otra vez. Un mar que todos comenzamos a producir en nuestras gargantas, que nos lanzaba a cantar alzando la voz, mientras la capilla se llenaba de una cálida y húmeda capa tejida con la emoción que conteníamos.

La poesía es un instrumento muy sutil que nos da vuelcos por dentro y que puede cambiar el panorama de este mundo tan cruel en el que habitamos, si hacemos caso a nuestro corazón y vamos a coger la mano del que se ahoga delante de nuestra casa.

Querida amiga poeta, escribir versos que se llenan de música por dentro, que vuelan sobre los espectadores, que gimen y lloran, mientras en su ser íntimo no pueden dejar de ser bellos, es algo que transforma el momento, como el que viví el otro día en el CITeS, en medio del Congreso “ De los sentidos del corazón” de la X Cátedra Enrique Ossó.   Palabras y versos que transforman mi vida, mi escritura y mi corazón, gracias.

El poeta Antonio Machado, en un poema que musicalizó Serrat, decía que amaba los mundos sutiles, ingrávidos y gentiles como pompas de jabón. Uno de esos mundos sin duda es el de la música. Es un mundo porque podemos habitar en él, sentirlo, emocionarnos, y nos dice tantas cosas inefables.

Hay vivencias que dan la vuelta a nuestra vida, cada uno ha sentido esto en distintos ámbitos, en mi caso la música ha sido el vehículo para transformar muchas cosas. Al sentir que entro en este nuevo mundo, fascinada por lo que oigo, quiero seguir en ese suelo tan evanescente que se compone de sonidos y hacer de este paisaje sonoro, algo propio.

Recuerdo el año 2008 y una representación del oratorio de Händel “El triunfo del tiempo y del desengaño” en el Teatro Real de Madrid dirigida por el británico Paul McCreesh, fundador de The Gabrieli Consort, un conjunto vocal e instrumental especializado en la interpretación de obras del Renacimiento y del Barroco.  Ese nuevo mundo al que me refiero se abrió en un momento, y la música de Händel sonaba de otra manera tan diferente a lo que había oído antes. La utilización de instrumentos barrocos como el clavicémbalo, el violín, la viola da gamba, la tiorba, el laúd, con otra afinación basada en los temperamentos barrocos, creó un lugar realmente mágico e ingrávido. Y decidí estar allí y hacerlo mío, pasando de ser sólo una oyente sentada en el teatro, a interpretar las piezas que oía.

Abrí una puerta barroca hecha de sonidos y silencios, Bach, Händel, Scarlatti, Vivaldi o Soler. Encargué un clavicémbalo al constructor de claves Rafael Marijuan. Ahora cuando me siento a tocar se abre este lugar y siento que habito en él.  Dice el gran poeta y amigo Antonio Colinas en su poema “¿Conocéis el lugar donde van a morir las arias de Händel?, que ese lugar está aquí en Castilla, en mi caso en Ávila, al comenzar a tocar.

Händel y su música entra en las venas al modo de una inyección. Cuando se interpreta con su ritmo adecuado toma una fuerza como la de un motor de un coche de carreras. Las arias te hacen saltar con esa mezcla de dinamismo, lirismo y delicadeza. Una forma de animar al público que llenaba los teatros londinenses a dejar sus conversaciones y sus refrigerios, y ponerse a oír al castrato Senecino o a la soprano Francesca Cuzzoni.

En el 2009 el investigador Terence Best realizó un compendio de toda la obra para clavicémbalo de Händel, desde sus primeras obras alemanas, las que compuso en Italia y las que escribió en Inglaterra a partir de 1712 cuando ya se estableció. Muchas de ellas las escribió para sus alumnos y alumnas, por ejemplo en la época en la que vivió en Cannons, (1717, 1719). Recordemos como Scarlatti compuso en España para la reina Bárbara de Braganza, su alumna de clavicémbalo, muchas de sus 155 sonatas.

Acabo de volver de Londres donde he seguido el paso de Händel y sus partituras, he visto su tumba en la Abadía de Westminster, oyendo el Himno Funeral de William Croft que sonó en 1759 el día que todo Londres lloró su muerte en su casa de Brook Street, hoy Museo y visita obligada para todos los que adoramos su música.

Al plantearme la relación de Händel y España me he encontrado con un pasaje de la ópera Rinaldo, estrenada en 1711 en Haymarket, cuyo tema eran las Cruzadas y donde aparece nuestro caballero Raimundo de Borgoña al frente del ejército, compuesto sobre un poema de Torcuato Tasso “La Jerusalén liberada” de 1575.

Amigos, siento que he abierto una puerta llena de música y que esta Navidad que se va acercando nuevamente, se componen sin duda de ese mismo material efímero y mágico. Oír el Mesías, o volver como cada año a las Cantatas y Oratorios de Navidad de Bach, mundos sutiles, ingrávidos y gentiles como pompas de jabón, como pompas de Navidad. Felices Fiestas.

Hace unos días se inauguró una nueva edición de la Muestra de Arte contemporáneo Arteson en el Antiguo Hospital de San Andrés (Mombeltrán). Una treintena de artistas llenan las paredes de piedra y ladrillo de su propio mundo al que en sus obras nos invitan a visitar. Nos dejan en sus esculturas, cuadros o fotografías las llaves de lo más hondo de si mismos para que podamos allí habitar. Y sucede que en alguna de esas casas artísticas nos sentimos como en nuestro propio rincón y no sólo disfrutamos, sino que lo hacemos nuestro.

En la segunda planta del Hospital, con unos esplendidos ventanales que miran a la Plaza de la Corredera entro con unas  llaves  artísticas hechas de flores recortadas de papel ,a la guarida de la artista Gemma Perales. Una  Eva de tamaño natural emerge de la pared y toma vida en medio de una maraña de papeles con recortes de flores, unos hilos de araña muy especiales. Pone papel sobre las olas de un mar del que como diosa emerge, unas flores que se sumergen y al salir así enhiestas y secas entran a formar parte de lo eterno, como la obra de Dante Gabriel Rosseti o de Gustav Klimt, como ella misma destaca en la cartela de la obra.  Creo que este nombre, eterno, es lo que me gustaría poner al lado de la obra pictórica de Gemma, lo eterno que rodea aquello que el arte nos regala, haciéndonos vivir sobre un hilo dilatado que no parece tener fin, donde las fronteras de lo físico, del tiempo, de los precipicios, las olas del mar y las nubes que rompen el cielo, nos dejan. Un arte lleno de femineidad, donde mostrar cómo el mundo se puede también cambiar, al menos en el ámbito estético. Donde unas flores de papel recortadas se convierten en diosas que de la pared de ladrillo centenario emergen. El arte todo lo puede, rompiendo las barreras de lo físico y real para abrir nuevos territorios por explorar.

 Y voy tarareando entre las salas y el claustro, unos versos de la poeta norteamericana Anne Sexton que resuenan en mi interior mientras voy caminando “Cada una de ellas en mí es un pájaro./ Golpeo con todas mis alas…” Y voy como esas golondrinas que anidan en el alfeizar del viejo Hospital y en vuelos racheados pasan describiendo círculos en un horizonte donde el Torozo se despega. “Dulce peso, en celebración de la mujer que soy/ y del alma de la mujer que soy// y de la criatura central y su deleite/ canto para ti. Y entre estos artistas de Arteson aparecen algunas otras obras bañadas de este femenino que envuelve el Hospital, me refiero a María Riera creadora de espacios tan minúsculos como mágicos construidos a base de pequeños objetos de deshecho, cartoncitos, maderas, papeles rasgados.  También destaco en este mismo espacio, el lienzo de Rubén Arenal Martínez “ La nueva normalidad ” que nos hace entrar en una mirada interior, una composición con un gato en medio de un  silencio íntimo que me conmueve al sentirme también yo en la escena.

Las fotografías pintadas de Paula Pupo parecen dar a las cerámicas de Talavera, su lugar de residencia, un nuevo aire de modernidad y de belleza, mientras la composición de cerámica de Rosa Luz da a este material un nuevo lenguaje expresivo muy cercano, mientras me siento reflejada en el azul de cada mancha irisada de luz.

Poder reinterpretar lo que la historia del arte nos ha legado, haciéndolo nuestro es algo que empuja a Amalia Granero Calabuij a trabajar en unos oleos singulares donde buscamos lo conocido y en esta búsqueda, nos encontramos a nosotros mismos, como me siento ahora mirando su Judith.

La mañana está muy calurosa en las Cinco Villas, las golondrinas siguen sobre mi, mientras busco lo fresco que este caserón centenario me regala, algo que va más allá de lo físico que siento entre sus muros de piedra, algo que tiene que ver con lo que el arte me brinda cuando me pongo delante de una obra y abro con unas llaves o con unas flores de papel un mundo nuevo que allí emerge .

Y puedo decir con Anne Sexton que cada obra es para mí, un pájaro que vuela en círculos rasantes por aquí. Feliz verano

Desde hace años cuando llega la primavera suelo cumplir un ritual poético y me siento en medio de una pradera florida a leer el Cántico Espiritual de San Juan. La belleza de lo contemplado tiene un eco en los versos con los que parecen encajar a la perfección los árboles que se cimbrean, las violetas, las hierbas frescas, la luz que se columpia entre todo.

Mi Amado las montañas,

los valles solitarios nemorosos,

las ínsulas extrañas,

los ríos sonorosos,

el silbo de los aires amorosos

Este año mi lectura primaveral se ha visto envuelta en un manto de tierra. Me siento como un topo revolviéndose en sus corredores atrapada por una migraña cronificada que me deja fuera de la vida muchos días. Al dolor físico se une una pena profunda por vivir sólo a sorbos, mientras me siento atrapada en un escenario de oscuridad.

Cuando San Juan creó el poema más bello de la literatura en lengua castellana, se hallaba en una prisión toledana. Estaba como sepultado, en aquel pequeño cubículo, denominado por algunos estudiosos de su vida como sepultura, en una cárcel toledana dentro del Convento de los Carmelitas de Toledo. Le habían detenido en Ávila, en el Monasterio de la Encarnación la noche del 2 al 3 de diciembre de 1577, como si fuera un convicto.  Le montaron en un pollino con los ojos vendados y así llegó a Toledo para comenzar este cautiverio, en absoluta soledad y donde le imponían muchas “disciplinas” que hoy en día nos parecen inhumanas, como echarle la comida en el suelo del refectorio para que comiera como un animal, o no dejarle que se cambiase de habito y ropa, siendo atacado por un ejército de piojos.

Los cargos que se le imputaban tenían que ver con su fidelidad a Teresa de Jesús y a la reforma que había emprendido, y ambos eran definidos en Roma como descalzos desobedientes, rebeldes y contumaces.

Para poder escribir el poema, nuestro Santo no tenía nada. Su mini celda era el retrete del convento, no tenía luz, sólo una pequeña ventana dejaba entrar algún rayo de sol en algún momento del día, y no tenía papel ni pluma. Toda esa belleza donde él buscaba a su Amado estaba sólo en su cabeza, en su interior.

Me imagino las horas recitando por dentro todo, y viviendo, emocionándose con el amor que sentía en medio de la oscuridad más absoluta y del dolor físico y emocional.

Buscando mis amores,

iré por esos montes y riberas;

ni cogeré las flores,

ni temeré las fieras

y pasaré los fuertes y fronteras

 

Ahora que yo también recuerdo los versos en el eco que han dejado en mí tantas lecturas, en la oscuridad y la pena que el dolor me deja, entiendo todo y veo la vida de una manera más sensible y verdadera, con sus claroscuros. No hay en estos momentos difíciles que todos vivimos una oscuridad absoluta que nos deja fuera de la vida, aunque por momentos sentimos que es así y nos desesperamos. Nos dice el Santo que hay una especie de penumbra iluminada por lo vivido, por el amor recibido, por tanta belleza que se nos ha dado lo largo de nuestra vida, esas tardes y mañanas en la pradera llena de violetas con mis hijos alrededor. Nuestro lecho florido, de cuevas de leones enlazado, en purpura tendido, de paz edificado…

A Juan para insultarle le llamaban en el convento Lima sorda, porque no eran capaces de sacarle ninguna critica a Teresa renegando de su reforma. El síndrome de Estocolmo no le afectó en absoluto, todo el mecanismo de hablar sobre él como renegado de la causa, de su soledad siguiendo una cimera que ni Teresa ya seguía, no hicieron mella en su espíritu.  Estaba lleno de luz y amor, y esto bastaba para iluminar todo y llenar su existencia de belleza, consuelo y paz.

La lección que nos regala Juan dirigiendo su vida llena de dolor, oscuridad, incomprensión y sufrimiento es enorme. Esa noche que nos aplasta muchas veces no es tan radicalmente oscura, podemos volver a tantos momentos llenos de amor y belleza y reviviendo en ellos al modo de las moradas de Teresa, abrimos puertas y pequeñas ventanas en medio del sufrimiento.

He aprendido de Juan que cuando una migraña me azote, en esa mazmorra de mi cama, puedo volver a recitar como rumiando lentamente estas palabras tan bellas y llenas de verdad:

Más ¿cómo perseveras,

¡oh vida ¡, no viviendo donde vives,

y haciendo porque mueras,

las flechas que recibes

de lo que del Amado en ti concibes,?

Entonces toda esta lección de vida siento que me levanta el ánimo y me consuela, llenando de belleza tanto malestar.

Y el cerco sosegaba,

y la caballería

a vistas de las aguas descendía.

Hasta hace poco no sabíamos que unos frutos parecidos a los limones pero mucho más grandes y olorosos que nacen en la finca al sur de Gredos, eran cidras. Una fruta apreciada desde la Antigüedad por su aroma y que también se ha usado como medicina y alimento.

Estábamos admirando la caja de cidras cuando una noticia se cruzó en la cocina de casa: hay una nueva exposición del Museo del Prado con el único bodegón que pintó Zurbarán y que se encuentra cedido por el Nortor Simon Museum, de Pasadena, California.

El cuadro con las cidras que podemos visitar en el Museo hasta el 30 de junio está provocando en los visitantes una sensación parecida a la de los otros cuadros del pintor extremeño: admiración y silencio. Su lenguaje pictórico a base de luces y sombras sobre fondo negro, levanta la imagen dando a todo un aspecto que se sale de lo cotidiano. Siento que la respiración se para un rato en medio de las figuras.

Zurbarán pintó este bodegón con cidras, azahar, naranjas y una rosa, a los 35 años mientras estaba ya enfrascado en la realización de sus grandes obras sevillanas para el convento dominico de San Pablo, con su famoso Crucificado y las del convento de Santo Tomás donde está la Apoteosis de Santo Tomás de Aquino.

Según Javier Portús, jefe del Departamento de Conservación de Pintura Española del Prado, el descubrimiento de este cuadro de Zurbarán ha dado un nuevo matiz a la lectura de su obra repleta de figuras de frailes y devotos. Nuevamente se acerca a lo divino y sacro mediante el trabajo minucioso, en este caso en las frutas que parecen salirse de la realidad destacándose de un fondo negro.

Al mirar el cuadro detenidamente podemos admirar la limpia distribución de los materiales, las cidras, las naranjas en la cesta con la rama de azahar, la rosa. Los sitúa en una línea compositiva con cadencia para que el espectador pueda admirar cada una de ellas de manera individual. Siete años antes de realizar este bodegón, pintó el cuadro conocido como “Curación milagrosa del beato Reginaldo de Orleans” y allí también dibujó una taza con agua y una rosa que tiene similitudes con este bodegón que admiramos en Madrid.

Esa distribución de las figuras de las frutas, la iluminación tan depurada sobre la negritud del fondo nos da pie a tener sensaciones íntimas que transcienden, envolviendo todo el conjunto en una esfera de naturaleza mística.

El empresario y filántropo norteamericano, Norton Simon, adquirió el cuadro en 1970 para regalárselo a su esposa, la estrella de Hollywood Jennifer Jones, conocida por su participación en la pelicular “Duelo al sol”.

El zumo de las cidras, así como de naranjas y limones junto con el agua del azahar, fue durante siglos un remedio natural para combatir algunos síntomas como la eliminación de gases, para el insomnio, relajar músculos y purificar el hígado. Recuerdo a nuestra Santa Teresa y cómo recomendaba a sus monjas este remedio, como nos muestran sus cartas, en especial las que envió a la hermana María de San José en 1577 cuando estaba en Sevilla.

Poder centrar la mirada en lo que nos rodea y contemplar su belleza única, es algo que debemos hacer, tal y como Zurbarán nos muestra.  En este sentido apuntan algunos artistas a lo largo de los siglos, estoy pensando en los bodegones de Antonio López, con sus membrillos, elegidos de manera cuidadosa y pintados de forma magistral para recoger toda su belleza, esa luz que aparece en su cuadro, “Sol del membrillo”.

La pila de la cocina se llena de cidras y mientras las coloco con detenimiento, un bodegón parece levantarse frente a la luz del jardín, y un fondo negro que emerge en mi interior hace que sólo vea la sutil belleza que las constituye y puedo sentir que el sol de Las Cinco Villas aún está impregnado en su rugosa y olorosa piel. Arte con mayúsculas entre mis manos,  oloroso y ácido, aquí en Ávila.

Corría el s. XII galopando en medio del medievo, en una época donde las mujeres estaban sometidas a un régimen de vida muy rígido que también oprimía a los varones.  Allí en un lugar en medio de viñedos, con el rio Rhin corriendo en la llanura, vivió una mujer excepcional. Me estoy refiriendo a Hildegarda de Bingen que edificó sus fundaciones alrededor del Rhin, un lugar donde tuve la suerte de estar hace unos pocos días.

Hildegarda se sale de todos los moldes que en aquella época oprimían a las mujeres, su voz comenzó a levantarse como un amanecer imparable sobre los cerros, rojo y vibrante en medio del gris del firmamento medieval. Sus monjas benedictinas, las que viven según su pensamiento en la Abadía de Eibingen ,  fundado en 1165 cerca de Maguncia, mantienen su legado para todos nosotros, su carisma y belleza. Poder oír cómo cantan las Horas siguiendo las composiciones musicales que Hildegarda nos dejó, nos transportan a otros momentos, algo que la música gregoriana provoca de manera inmediata en nuestro interior, afianzando la paz, el sosiego y la armonía.

Hildegarda no sólo era una monja mística, a la que incluso el Papa Eugenio III y el arzobispo de Maguncia Enrique, creyeron en sus visiones, abaladas por San Bernardo de Claraval, sino que era médica, física, naturalista, escritora, iluminadora. La única mujer de su época que pudo hacer algo que sólo podían  desarrollar los varones, predicar libremente, mientras recorría en barco el Rhin o cabalgaba a lomos de su asno.

Sus libros, recogidos en Códices, recorren muchas disciplinas, tanto de pensamiento como de religión, música, remedios médicos, piedras que sanan, la cosmogonía, los animales, …. En todos ellos aparece su figura dentro de un ideal que muchos años después se llamará humanismo.

Creó Hildegarda hasta un alfabeto  lingua ignota, donde se inventó más de mil palabras y también diseñó nuevas grafías para los sonidos, creando un nuevo idioma cuyo sentido aun hoy en día se discute pero que tiene la apariencia de ser un tipo de lengua de naturaleza mística, para la comunicación dentro de la experiencia de Dios que movió toda su vida.

Los días estaban frescos y lluviosos, y pudimos tomar una infusión con una de sus famosas galletas de espelta de la alegría y de la inteligencia, mientras veíamos cómo las monjas atendían los viñedos desplazándose en bici por los caminos, cantaban y acogían a todos los peregrinos que por allí aparecíamos. El espacio natural donde viven las personas que admiramos y conocemos a través de sus libros, es realmente importante para poder llegar a vislumbrar su interior de manera más profunda. Igual que hay que venir a Ávila para llegar al corazón de Teresa de Jesús, en Eibingen podemos vivir por momentos en el mundo de otra santa, doctora de la iglesia como nuestra paisana. Fue investida doctora junto con San Juan de Ávila por el Papa Benedicto XVI en 2012.

Con sus palabras recogidas en los libros que podemos hoy en día leer en español como Scivias, Conoce los caminos, parece que los muros de la clausura del tiempo y de la sociedad que siempre ha considerado a las mujeres bajo sospecha, se rompen. Y la figura de Hildegarda, aparece como un foco de luz, una vela sobre el altar en medio de un mundo roto y en guerras cruentas, un lugar donde vivimos tan necesitado de testimonios valientes y llenos de la verdad que nos habita por dentro. Mientras oigo un CD con la música de Eibingen y me relajo aquí cerca de la casa de Teresa, amiga, madre y mujer excepcional, los petirrojos se lanzan a comer las ultimas manzanas enanas del jardín, y siento que hay una Lingua ignota parecida a la de Hildegardque nos comunica, a veces, por dentro.

Estábamos hace unos días visitando unas bodegas en Hungría, en la zona de Eger llamada el Valle de las mujeres hermosas, cuando, al salir de un castillo me encontré en una tienda de antigüedades con un delantal bordado. Tuve una sensación parecida a la de Proust cuando comía una magdalena en el camino de Swann. Volví en un momento a las labores del colegio, a los muestrarios de mi madre, a la casa familiar con sus costureros sobre la mesa.

Salir de visitar una fortaleza militar como la de este lugar húngaro, con sus torres de vigilancia, fosos, barbacanas y matacanes, mirando el paisaje nevado, calaba por dentro mi ánimo. La historia parecía que me pisaba con una huella que se quedaba impresa en la nieve como las que dejaban nuestras botas recorriendo el lugar. Y al encontrar este delantal bordado con sus pájaros y flores en el fondo de una caja de textiles antiguos, me encontré con la otra parte de la historia, la de aquellas personas que no defendían su vida con armas, sino que salían vivas de las dificultades de cada día, bordando, cosiendo, cocinando, remendado, planchando. Ahora que se usa tanto la palabra resiliencia, creo que es el término más adecuado para describir la actitud de esta parte de la población, mujeres en su mayoría, que también han escrito la historia.

En medio de las dependencias del castillo de István Dobo, encontramos una exposición de bordados de una mujer muy especial llamada Hollò Valeria que en el periodo de entreguerras creó una colección etnográfica privada de toda la cuenca de los Cárpatos. Entre las vitrinas con las muestras de vestimentas bordadas, aparecían sus fotografías cuando recorría los pueblos mientras hacía acopio de diseños, modelos de bordados, técnicas y materiales.

En este viaje al estilo de Proust, llegué a todo el mundo que mi madre me ha contado, las largas tardes en la galería de plantas de mi abuela Catalina, en lo que fue la Sección Femenina, de la que ella fue instructora general, y cómo recogían también al estilo de Holló, las piezas y bordados de toda España aprendiendo a repetir modelos para salvarlos del olvido. Las actividades artísticas y culturales que promovieron fueron más allá de las labores de adoctrinamiento político, creando espacios de libertad y de aprendizaje. Con su trabajo rescataron labores, trabajos de artesanía que habríamos perdido para siempre, enseñando a tantas mujeres a coser cosas prácticas para su vida cotidiana y a disfrutar con la realización de estas piezas.

Las labores de costura, así como otras artesanías, nos ayudan también a sobrellevar la carga de la cotidianidad que a todos nos pesa. Encontrar un ratito de vez en cuando para bordar o hacer ganchillo, sigue funcionando hoy en día como en la época de Hóllo, relajándonos, ya que, tras cada puntada o vuelta del hilo, el ánimo se va calmando y la repetición del gesto nos lleva a un estadio de bienestar interior y de sosiego.

Al coger este delantal húngaro entre mis manos, me uno a tantas personas que han ido configurando la historia verdadera, al margen de la política, la guerra y la violencia. Las que construyen su propio devenir con silencio, con una pequeña labor en sus manos, uniéndose entre ellas, y siendo parte de un puente humano que nos cose, haciéndonos entender la vida de otra manera mas tranquila, pacifica, donde la cercanía se constituye en un valor sobre el que construir el día a día.

Mientras lavo con cuidado este delantal e intento copiar los motivos bordados, siento que voy construyendo también mi propia historia familiar, dejando un legado bañado de resiliencia y pacifismo ante las adversidades, viviendo la vida la margen de todo aquello que envuelve la violencia y la intransigencia, algo que ni la nieve más pura y recién caída pude ocultar.

La nieve que está encima

Estamos en Navidad, el día mas luminoso de todo el año, ¡Qué emoción estar con todos vosotros en estas líneas!  Esta fiesta cae sobre todos como una tormenta de nieve, llenando de magia el momento. Una experiencia radiante que también a veces nos deja fríos, congelados, por el recuerdo de otros años y momentos que no volverán.

Siento que lo que realmente celebramos en este día es el nacimiento de una palabra que nos llena de vida. La palabra amor, cuyo Portal de Belén se compone de muchas figuras, todas aquellas personas que nos rodean y con las que entablar lazos de empatía.

El otro día estaba visitando la exposición de Belenes del Santuario de San Pedro de Alcántara en Arenas de San Pedro, cuando entre todos los Nacimientos tan cuidados y bellos que tienen los franciscanos, me encontré con uno que representa a la familia de Jesús con una actualidad tan impactante como auténtica. Una pareja joven viviendo en un decorado de suburbios de una gran ciudad, a la intemperie, con un recién nacido acostado en una caja de frutas.  La Navidad aparecía ante nosotros.

El mayor regalo que tenemos que dar a los que nos rodean en Navidad es la palabra amor. Dejar esta capa de nieve en la que las redes sociales y las nuevas formas de comunicación nos están envolviendo, y hablar entre nosotros de manera cercana, creando un tejido de amistad. Esta sociedad en la que vivimos se la define muchas veces como la de la imagen. Lo que somos y la proyección que damos y lo que los demás opinen de nosotros se constituye en nuestra máxima preocupación. Una tendencia peligrosa que nos hace mostrarnos de manera muy poco real muchas veces, pasando de la belleza de lo que somos por dentro cada uno de nosotros, a un molde al uso de las modas del momento.

A principios del s. XX vivía una niña en Japón llamada Kaneko Misuzu, sus poemas son un sencillo canto a la necesidad de empatía y comprensión, en un pueblo que cree realmente que la poesía nos ofrece modos de observar la vida, mientras nos enseña que en el corazón humano la palabra cae en un jardín fértil. Cuando en 2011 todo el país nipón se dolía de las consecuencias del terremoto y posterior tsunami que azotó la zona de Tohoku, eligieron los sencillos poemas de Kaneko para abrigar el frio de los corazones de tantas personas, y durante días fueron transmitidos por las cadenas de la televisión. Si digo “¿Vamos a jugar?” Dices “Vamos a jugar” / … ¿Eres un eco? No, eres todo el mundo.

En estos días leyendo sus poemas recogidos en el libro: “El alma de las flores”, he encontrado un terreno propicio para entender dónde vive la verdadera Navidad, lejos de tanto consumismo, luces intensas que nos revuelven el ánimo, músicas de villancicos que sentimos que nos dan una verdadera paliza emocional mientras duran horas y días enteros. Esta actitud de oír a los otros y de hacer nuestras sus cosas, problemas, éxitos y dificultades la explicaba nuestra Santa Teresa en un bello término profundamente navideño, abajarse.

Cuando el evangelista Juan se planteó comenzar a contar la historia de Jesús, después de una contemplación profunda, determinó que debía empezar a poner lo primero, lo más importante, para que así pudiéramos ir entendiendo de qué va la historia de la salvación y el color verdadero del misterio de Belén: “En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios”. Una palabra que nace por dentro cuando dejamos espacio, cuando vivimos abiertos a lo que nos rodea, sintiendo que es posible un mundo donde la cercanía vaya construyendo puentes e hilos entre todos, dejando a la palabra amor, habitar entre nosotros.

Decía Kaneko desde la librería de su familia en la ciudad de Shimonoseki: La nieve que está encima/ debe de sentir frío/ la luz de la luna, helada, la atraviesa. / … La nieve que está debajo/ debe de sentir el peso/ de cientos de personas sobre ella/…

Mi regalo navideño este año se encuentra envuelto en esta nieve, esperando poder sentir el peso de tanta gente que me rodea, poniendo en marcha la palabra amor, como uno de los veleros que veía esta joven poeta alejarse por el horizonte de su casa al borde del mar. Una playa, una muralla, el cielo siempre azul, la nieve y el hielo sobre el granito: ¡Feliz Navidad!